Poesía a  San Martín 
Diego Fernández Espiro

“Cuando la libertad entra en la aurora
surge imponente su genial figura
tiene en su talla la suprema altura
de la heráldica estirpe vencedora.

Es la intuición, ferviente triunfadora,
que del tiempo en el mármol se perdura,
el astro rutilante que fulgura
y con su luz un continente dora.

Su no vencida espada de pelea
abre fecundos surcos en el suelo
en que germina con vigor la idea.

Y, signo de soberana,
un cóndor austral abate en vuelo
sobre la excelsa cumbre americana.”


Pórtico. (San Martín Nuestro)
Alfredo Maxit

“Sus nombres: José Francisco.
Su apellido: San Martín.
Soldado de vocación.
Libertador por destino.
En nuestro cielo argentino
su gloria no tendrá fin.

Canción de Cuna José, hoy el canto te contempla niño,
naciente semilla, humano mojón,
y en el duérmase de mamá Gregoria,
deslizan los siglos: mi Libertador.

Verdes camalotes cruzan por los costas
del pueblito virgen de voz guaraní,
mientras las bandadas de garzas ensayan
pañuelos, pañuelos de cielo feliz”.


San Martín (1810)
Pablo Neruda

ANDUVE, San Martín, tanto y de sitio en sitio
que descarté tu traje, tus espuelas, sabía
que alguna vez, andando en los caminos
hechos para volver, en los finales
de cordillera, en la pureza
de la intemperie que de ti heredarnos,
nos íbamos a ver de un día a otro.

Cuesta diferenciar entre los nudos
de ceibo, entre raíces,
entre senderos señalar tu rostro,
entre los pájaros distinguir tu mirada,
encontrar en el aire tu existencia.

Eres la tierra que nos diste, un ramo
de cedrón que golpea con su aroma,
que no sabemos dónde está, de dónde
llega su olor de patria a las praderas.
Te galopamos, San Martín, salimos
amaneciendo a recorrer tu cuerpo,
respiramos hectáreas de tu sombra,
hacemos fuego sobre tu estatura.

Eres extenso entre todos los héroes.

Otros fueron de mesa en mesa,
de encrucijada en torbellino,
tú fuiste construido de confines,
y empezamos a ver tu geografía,
tu planicie final, tu territorio.

Mientras mayor el tiempo disemina
como agua eterna los terrones
del rencor, los afilados
hallazgos de la hoguera,
más terreno comprendes, más semillas
de tu tranquilidad pueblan los cerros,
más extensión das a la primavera.

El hombre que construye es luego el humo
de lo que construyó, nadie renace
de su propio brasero consumido:
de su disminución hizo existencia,
cayó cuando no tuvo más que polvo.

Tu abarcaste en la muerte más espacio.

Tu muerte fue un silencio de granero.
Pasó la vida tuya, y otras vidas,
se abrieron puertas, se elevaron muros
y la espiga salió a ser derramada.

San Martín, otros capitanes
fulguran más que tú, llevan bordados
sus pámpanos de sal fosforescentes,
otros hablan aún como cascadas,
pero no hay uno como tú, vestido
de tierra y soledad, de nieve y trébol.
Te encontramos al retornar del río,
te saludamos en la forma agraria
de la Tucumania florida,
y en los caminos, a caballo
te cruzamos corriendo y levantando
tu vestidura, padre polvoriento.

Hoy el sol y la luna, el viento grande
maduran tu linaje, tu sencilla
composición: tu verdad era
verdad de tierra, arenoso amasijo,
estable como el pan, lámina fresca
de greda y cereales, pampa pura.

Y así eres hasta hoy, luna y galope,
estación de soldados, intemperie,
por donde vamos otra vez guerreando,
caminando entre pueblos y llanuras,
estableciendo tu verdad terrestre,
esparciendo tu germen espacioso,
aventando las páginas del trigo.

Así sea, y que no nos acompañe
la paz hasta que entremos
después de los combates, a tu cuerpo
y duerma la medida que tuvimos
en tu extensión de paz germinadora.


Muero Contento
Martín Kohan

Cabral da dos, tres, cuatro vueltas sobre sí mismo. Se siente mareado y aturdido: se siente como cuando ha tomado demasiado, lo que no quiere decir que haya tomado demasiado esta vez. Está, en verdad, tan confundido, que cuando trata de pensar si ha tomado o no ha tomado demasiado la noche previa, no logra siquiera acordarse de qué cosas hizo en las horas anteriores. Hay mucho ruido y mucho humo en todas partes y Cabral se encuentra verdaderamente desorientado. Siendo él una persona de aceptable poder de ubicación, podían preguntarle en medio de las sombras en qué dirección quedaba el Paraná o en qué dirección quedaba el convento, y él hubiese contestado sin vacilar y sin equivocarse.

Pero ahora no consigue ni tan sólo establecer el lugar exacto del sol en el cielo. Gira atontadamente, con lentitud, con un raro vértigo aletargado, procurando determinar un lugar de referencia en medio de tanto alboroto.

Una palabra da vueltas en su cabeza, como da vueltas él, Cabral, en medio de la madrugada y del griterío generalizado.

Él mira y mira y mira y en la cabeza tiene rondando la palabra donde. Primero le suena como un nombre, como si se estuviese acordando de alguien, como si estuviese extrañando a una mujer. Después se da cuenta de que no, de que ese donde que le suena y le resuena en la cabeza no es un nombre, sino una pregunta, y entonces Cabral, no sin confusión, reconoce que lo que merodea sus pensamientos no es la expresión donde, sino la expresión ¿dónde?, lo cual representa dos o tres variaciones de voz. Pero pronto retorna todo el humo y todo el ruido y Cabral ahora no sólo se pregunta ¿dónde? sino ¿quién?

Al parecer ahora está quieto. Es una suposición, nada seguro: al parecer, está quieto. Pero también es posible que siga dando vueltas como estuvo dándolas durante quién sabe cuánto tiempo, y que ahora todo su entorno, la batalla entera, haya comenzado a girar en el mismo sentido que él, y a la misma velocidad, y al mismo tiempo, y que el resultado de todo eso sea que Cabral crea que por fin se quedó quieto, cuando en verdad sigue dando vueltas como al principio.

A Cabral le parece decisivo resolver esta cuestión, sólo él sabe por qué. Pero antes de que consiga hacerlo -aún más: antes de que consiga comenzar a hacerlo- una cara cruza por su mente y lo distrae del asunto de si giraba o si estaba quieto. Cabral imagina la cara, o la recuerda, perocon tanta certeza que cree que la ve. ¿Dónde? ¿dónde? ¿dónde? -vuelve a pensar, casi obnubilado, y después de un rato, no es posible saber si largo o corto, comprende que la cara no responde a ¿dónde?, sino a ¿quién?

Cabral consigue asociar la voz y el rostro, cosa que puede parecer no tan meritoria para aquel que no se encuentra en una situación de desconcierto como ésta que a él lo embarga. Reconocer la voz le produjo alivio, pero reconocer el rostro lo sobresalta: ¡es él! –se dice, liberado de la pregunta ¿quién? pero infinitamente más abrumado por la pregunta ¿dónde? Es él, nada menos, y lo está llamando. ¡Acá! ¡Acá! ¡Carajo! –le grita, y Cabral no tiene idea de nada.

Es tanta la desesperación que siente que le entran ganas de llorar. Más grita el otro y él menos sabe qué hacer.

¿Llorar es de mujeres? ¿Llorar es de maricón? Atribulado, sentido o de matices que Cabral está en condiciones de presentir, pero no de definir con nitidez.

Sólo entonces, y no con total claridad, Cabral advierte que esa especie de voz interior que le grita y a la vez murmura: ¿dónde? ¿dónde? ¿dónde?, es en cierta manera el efecto o la consecuencia de otra voz, exterior en este caso, que es puro grito y ni remotamente murmullo, y que le dice: ¡acá! ¡acá! ¡acá! Es como una especie de diálogo, por así decir, aunque para ser un diálogo en el sentido estricto del término la voz interior de Cabral debería convertirse en exterior. De la manera en que están las cosas, el diálogo es diálogo solamente para Cabral; para el otro, para el que lo llama a gritos, es otra cosa que Cabral, inmerso en el caos de caballos y de sables, no termina de precisar.

–Acá, acá, acá –grita el otro. Acá, sí, ¿pero dónde? – piensa Cabral. Yo también estoy acá. Todos estamos acá.

Lo que Cabral tiene que resolver, y con premura, es cuál es el allá de ese acá que le están gritando. Pero en medio de tanto moribundo ni siquiera él, que habitualmente se ubica con facilidad aún en terrenos desconocidos, tiene idea de su situación.

–¡Acá, acá! –grita el otro. Y grita, esa vez, en un momento en el que en el lugar donde Cabral da vueltas sobre sí mismo, y en sus inmediaciones, no hay, por casualidad, ningún otro grito, ni quejido de moribundo ni relincho de caballo. Entonces Cabral escucha con un aceptable grado de nitidez y, para su sorpresa, cree reconocer la voz.

En un primer momento lo que experimenta es alivio. Es lógico que alguien que se siente tan absolutamente perdido y solo en medio de siluetas extrañas encuentre alivio en el hecho fortuito de reconocer una por ejemplo, a sí mismo, por supuesto que cariñosamente, la noche en que tratando de deducir la dirección en la que estaba el Paraná se cayó a una zanja. Es que él siempre trataba de saber adónde se encontraba. Y ahora, precisamente ahora, cuando más lo deseaba en su vida, no podía establecerlo.

Pero, ¿ese marmota lo pensó él, para sí mismo, o se lo dijeron desde afuera? Si se lo dijeron desde afuera, entonces verdaderamente había de qué preocuparse. Porque la voz que lo dijo -claro que él podría haberse hablado, interiormente, con la voz del otro- era la misma que gritaba todo el tiempo ¡acá! ¡acá!; es decir que era la voz del jefe. Y había, todavía, algo peor. Cabral se estremece. ¿Él recordaba mal, cosa nada improbable en medio de tanto aturdimiento, o la voz había dicho: Cabral, no sea marmota? La voz lo había nombrado. Si se trataba de la voz interior, todo estaba en orden: Cabral siempre se llama a sí mismo Cabral cuando se hablaba internamente. Pero si la voz vino de afuera, y Cabral ya sabe que la voz que viene de afuera es la voz del jefe, eso significa que si lo nombró es que lo reconoció. Y que, deduce Cabral, a pesar de tanto espanto, si lo reconoció es porque pudo verlo. Si él puede verme, sigue, tratando de clarificar su panorama, entonces yo tendría que poder verlo a él. Es reconfortante razonar con tanta lógica, pero lo cierto es que no puede verlo. ¿Dónde? ¿dónde? ¿dónde? -piensa otra vez. A Cabral, dadas las circunstancias, no le parecen para nada injustificadas las ganas de llorar. ¿Cómo soportar tanta impotencia? Llorar, o, mejor dicho, cierta forma de llorar, ¿no es también cosa de hombres? Quién sabe, piensa con desdicha. Al parecer, se encuentra otra vez girando sobre sí mismo, Cabral se hace visera sobre los ojos, pero es inútil: no es el sol lo que le molesta, no es un reflejo lo que le impide ver, sino el humo de los cañones y los gritos de los que se desangran. ¿Qué imagen brindaría un sargento llorando en el campo de batalla? Cabral se avergüenza de sólo pensarlo. Pero después recapacita: si él no puede ver a los otros por culpa del humo, ni siquiera a los que le pasan cerca, ni siquiera al jefe que le grita y a quien él trata de ver, entonces, descubre conmovido, tampoco los otros pueden verlo a él. Ahora no le parece tan mal estar un poco solo. La vida de campaña tiene eso: que uno siempre está con un montón de gente. Todo el tiempo rodeado de soldados que cuentan historias alrededor del fogón: llega un punto en que uno quiere quedarse un poco solo. Y bueno, piensa Cabral, no con tanta claridad: ahora estoy solo. Es un pensamiento precario, y aun así Cabral llega a darse cuenta de que la soledad que siente no es la mejor que pudiera pedirse. Está solo, es verdad, o está como si estuviera solo, sí, pero con tanto ruido y tanto humo y tanta muerte que ni siquiera puede disfrutar del campo y sentarse a reflexionar sobre algún tema que le interese. Nada de eso: tiene que ubicar el acá desde donde le gritan, y tiene que ubicarlo con urgencia porque el que grita es el jefe. ¡Acá! ¡acá! –le grita de nuevo–. ¡Cabral, no sea marmota! Cabral se atribula aún más: ¿eso lo pensó o se lo dijeron? ¿Fue la voz exterior o la voz interior la que dijo esa frase terrible? No logra estar seguro. Las batallas definitivamente lo aturullan. Si fue la voz interior, el asunto no es grave: Cabral, como todo el mundo, por otra parte, tiene el hábito de hablarse a sí mismo y de dedicarse pequeños insultos. Mirá que sos boludo, Cabral, se dijo,aunque no es descabellado suponer que siguió así todo el tiempo y que lo que ahora sucede es que la batalla ya no gira al mismo ritmo que él, y entonces él puede darse cuenta de que da vueltas. Todo esto le da más ganas de llorar. Pero se aguanta. ¿Cómo se vería -y, si la voz era exterior, a él lo están viendo- un sargento llorando en el campo de batalla? Cabral se aguanta de llorar. Aguantarse significa hacer fuerza en el momento mismo en el que la garganta se atasca y las lágrimas le vienen raudamente hacia los ojos. El resultado de esta contradicción es que las lágrimas se quedan en los ojos, en el borde de los ojos. No se quedan dentro -¿adentro de dónde? ¿de dónde vienen las lágrimas? ¿están ya en el ojo? ¿le vienen a uno del alma?-, pero tampoco se caen decididamente hacia fuera, a rodar por las mejillas, a correr entre los mocos.

A Cabral las lágrimas se le quedan en el borde de los ojos y entonces, milagrosamente, le funcionan como pequeñas pero incomparables lentes de aumento. Ahora Cabral ve, aunque sigue el humo y el remolino por todas partes. Con alguna zona difuminada, es cierto, pero ve. Y ve el quién (el quién ya lo sabía, porque reconoció la voz) y ve también el acá. El acá no era tan allá como pudo haber pensado: está bastante cerca y no será difícil hacer un mismo acá del acá del jefe y del suyo propio.

Ahora Cabral quiere llorar, se lo propone decididamente, se esmera en ello. Ya no es un llanto que avergüence: es un llanto destinado a servir a la patria. Pero las lágrimas no vuelven ahora, cuando más se las necesita.

Cabral trata entonces de orientarse hacia la dirección en la que vio al jefe. Camina, cree, en ese sentido, y en una línea más o menos recta. El humo se entreabre en un momento determinado, o posiblemente Cabral ha vuelto a lagrimear sin proponérselo en este caso y tal vez sin darse cuenta siquiera.

El asunto es que vuelve a ver al jefe, y lo ve tan cerca, que ya puede prácticamente decirse que están los dos en el mismo acá. Pero la escena que ve Cabral es rarísima: en lugar de estar, como era digno de esperarse y como todos los retratos habrían de evocarlo, el gran jefe sobre su caballo, está, ¡quién lo diría!, el caballo sobre el gran jefe. Una extraña pregunta emerge en la mente de Cabral: ¿de qué color es el caballo blanco de San Martín?

Cabral no sabe exactamente por qué ha pensado en eso. Pero la pregunta le parece estúpida: ¡contesta, en su formulación, exactamente aquello que está preguntando! El hecho es que ahí (¡acá!) está el caballo, y el jefe, increíblemente, debajo y no encima de él.

Cabral se dirige con presteza a poner las cosas en su lugar. La vida de cuartel lo ha acostumbrado al orden. Pero no es fácil mover ese caballo, salvar ese jefe, con tanto ruido, con tanto humo. Cabral hace fuerza y fuerza y fuerza y le parece que no va a poder, hasta que al final puede. Tira y tira y tira y de pronto el jefe sale. Cabral resopla, un poco por el esfuerzo, otro poco por el alivio.

Y es entonces cuando del humo, de en medio del humo, sale el maturrango y le clava la bayoneta. Mucho le duele la tetilla a Cabral. ¿La tetilla o más abajo? No hay manera de saberlo. Duele y arde. Echado en el suelo, Cabral vuelve a preguntarse ¿dónde? ¿dónde? ¿dónde? Después piensa, bastante sereno: qué carajo importa dónde, la cosa es que estoy jodido. Jodido y bien jodido. Lo único que sabe Cabral es que le duele acá, pero ni idea de en qué jodida parte del cuerpo queda ese acá. Antes se sabía a él, a sí mismo, y no el lugar en el que estaba. Ahora que se lo llevaron aparte, ahora que el humo se está disipando y que el único grito que escucha es el suyo, lo que Cabral no logra poner en claro es dónde le duele a él.

Se le acercan varios. Lo miran, lo miran. Él los ve desde abajo, tirado en el suelo. Le dicen que la batalla se gana. La tetilla, dice Cabral, y nadie le hace caso. Le dan vueltas alrededor y por un rato no le hablan. Después vuelven a decirle que la batalla se gana y que el jefe está entero. Cabral se da cuenta de que se va a morir. No es que le parece, no es que lo sospecha, no es que tiene esa impresión. Cabral sabe positivamente que se va a morir y eso le provoca una inmensísima tristeza. Cabral siente, allí tirado, en medio del polvo, una enorme congoja, una terrible pena, una desdicha imposible de medir. Sabe que se va a morir. Y no es ningún tonto, de modo que está tristísimo. Alguien, quizás el jefe, se le acerca, se pone en cuclillas junto a él y le pregunta cómo se siente. Cabral alcanza a pensar, mientras se muere, que nunca jamás en la historia existió hombre que sintiera más tristeza que él en ese momento. Pero decirlo le da vergüenza. ¿Qué van a pensar de él? Van a pensar que es una mujercita, van a pensar que es un maricón. Es sumamente probable que Cabral tenga razón, que nunca haya habido un hombre que estuviese más triste que él. Siente una tristeza inconmensurable. Pero, cuando se lo preguntan, no lo dice. ¿Qué van a pensar de él? Sólo le queda aliento para pronunciar cuatro o cinco palabras, que apenas si se oyen: es su modesta despedida, es su página mejor.


San Martín y Nosotros
Jorge Enrique Deniri

Porque allá en San Lorenzo comenzó tu leyenda,
y en Boulogne sur Mer ingresaste a la gloria,
hoy y aquí nos reunimos en tu honor un momento,
recordando devotos tu incomparable historia.

Porque viniste solo, con tu sable y tus sueños,
que curvaron los Andes de victoria en victoria,
y al momento más alto, que pudo ser un cetro,
tu renuncia forjó como heroica memoria.

Te queda chico el bronce, General de mi Patria,
ni el mármol más alzado te hace plena justicia,
ni el halago verbal que estos versos encarnan.

Sólo estos corazones, henchidos de Argentina,
van a darte el sitial merecido por fin,
abnegado, silente, inmortal San Martín.


San Martín
Luis Alberto Quesada

San Martín…
Me da pena el ver tu estatua inmóvil.
La Patria es una idea en movimiento.
No sirve, si solo está
en el mármol inmortalizada.

San Martín:tus caballos eran la libertad;
ella y el aire fueron tu hermosa Patria.
Una Patria del hombre, tras la cual,
subsiste hasta las cumbres,
igualaste a las águilas y tus corceles
iban desenfrenados al glorioso combate.

La Patria es una idea que avanza.
Si se detiene, se muere
en el recuerdo de su viejo pasado.
San martín, una Patria en la que el hombre
no consintiera más el yugo del tirano.

No dejes que te embalsamen
debajo de los bronces.
¡Sal y monta a caballo!
La Patria son caminos, multitudes,
pueblo hecho idea poseyendo
lo que fue tu esperanza.No permitas que te conviertan
en un Dios de dolor y de resignaciones.
Tu fuiste lucha, voluntadde la Pampa y montaña.

Desprecia las coronas que te llevan.
¡Son una gran mentira!
Te quieren alabar, adormecer;
y cada noche y día del año teaicionarte.

Desprecia las coronas, san martín.
Vuelve al caballo y sal de nuevo al llano
con tu gente, con tu pueblo,
a defender la libertad del hombre… !Sublime libertad que una y mil veces
ha sido mancillada!


Digo el llamado
Antonio Esteban Agüero

Y después en caballos redomones
que urticaba la prisa de la espuela
galoparon los Chasquis por las calles
de la ciudad donde Dupuy gobierna,
conduciendo papeles que decían:

“El General de San Martín espera
que acudan los puntanos al llamado
de Libertad que les envía América”

Y firmaba Dupuy, sencillamente,
con la mano civil y la modestia
de quien era varón republicano
hasta el cogollo de la misma médula.

Y los Chasquis partieron, con el poncho
como un ala flotando en la carrera,
hacia todos los rumbos provinciales
por los caminos de herradura o huella,
ignorantes del sol y la fatiga,
sin pensar en la noche o la tormenta;
llegaron hasta el Morro por la tarde,
y por el alba cabalgaron Renca
y entregaron mensajes en La Toma,
en La Carolina y La Estanzuela,
en las villas de Merlo y Piedra Blanca,
en el Paso del Rey y Cortaderas,
en Nogolí también y San Francisco,
en cada población y en cada aldea,
y en estancias y oscuras pulperías
y en velorios, bautizos y cuadreras,
dondequiera paisanos se juntaran
en solidaria diversión o pena.

Y los hombres dejaban el arado,
o soltaban azada o podaderas,
o la hoz que segaba los trigales,
o la taba o el truco en la taberna,

Y San Luis Obediente respondía
ahorrando en la sed y la miseria;
río oscuro de hombres que subía;
oscuro río, humanidad morena

que empujaban profundas intuiciones
hacia quién sabe qué remota meta,
entretanto el galope levantaba
remolinos y nubes polvorientas
sobre el anca del último caballo
y el crujido final de las carretas.

Y quedaron chiquillos y mujeres,
sólo mujeres con las caras serias
y las manos sin hombres, esperando…
en San Luis del Venado y de las Sierras.
o el amor de las jóvenes esposas,
o la estancia feudal, o la tapera,
o el cedazo que el oro recogía
cuando lavabn misteriosa arena,
o el telar, o los muros comenzados,
o el rodeo de toros en la yerra,
para ir hasta el valle de las Chacras
donde oficiales anotaban levas.

Y hasta había mujeres que llegaban,
con vestidos de pardas estameñas,
al umbral de Dupuy para decirle:
“Vuesa Merced conoce mi pobreza,
yo no tengo rebaños ni vacadas,
ni un anillo de bodas, ni siquiera
una mula de silla, pero tengo
este muchacho cuya barba empieza”

De Mendoza llegaban los mensajes
breves de dura y militar urgencia:
“Necesito las mulas prometidas;
necesito mil yardas de bayeta;
necesito caballos; más caballos;
necesito los ponchos y las suelas;
necesito cebollas y limones
para la puna de la Cordillera;
necesito las joyas de las damas;
necesito más carros y carretas;
necesito campanas para el bronce
de los clarines; necesito vendas;
necesito el sudor y la fatiga;
necesito hasta el hierro de las rejas
que clausuran canceles y ventanas
para el acero de las bayonetas;
necesito los cuernos para chifles;
necesito maromas y cadenas
para alzar los cañones en los pasos
donde la nieve es una flor eterna;
necesito las lágrimas y el hambre
para más gloria de la Madre América…”


Un niño y San Martín
César Fernández Moreno

San Martín, fatigado, de galopar el cielo.
En el pueblo y mi plaza puso fin a su vuelo:
Ved ahora su brazo que hacia el azul señala
Tan firme sobre el viento como si fuera un ala.
Desde su pedestal altísimo de piedra
Es el gran capitán del ombú y de la hiedra,
Y también de las flores que adornan los canteros;
De los ligustros graves, de los pastos terreros
Donde empuja su lodo el negro escarabajo..
Porque es el capitán de lo alto y de lo bajo,
De lo fuerte y lo débil, de lo humilde y altivo.
Lo puedo decir yo, que ante su plaza vivo.
Y, con mi compañeros, en ella río y lloro
Mientras él con justicia reparte el sol de oro.

Cuando en su pedestal juego a las escondidas
Y me toca contar en sus piedras sabidas.
Hacia él mi mirada sube entre dedo y dedo.

Y en su actitud de bronce aprendo su denuedo.
Sin él quisiera tomarlo de un manotazo airado,
El cielo le cabría en un puño cerrado;
Si él quisiera dos cielos, de un tajo formidable
En dos lo partirla con su virgíneo sable.
Pero él no quiere nada. Le basta lo que tiene:
El don de señalar el rumbo que conviene:
Porque donde él indica, allí el Norte se asoma,
La rosa de los vientos por él cambia de aroma.
¡Oh general del cielo! Junto a tu pedestal,
A tus plantas rendido, se desvanece el mal.
Contigo raya el día donde la noche raya.
Recíbeme en tu sombra cuando la luz se vaya.”
Mientras él con justicia reparte el sol de oro.


La estatua de San Martín
Belisario Roldán

Allí está,
Como estuvo allá en los Andes
San Martín
el más grande entre los grandes.
Allí está,
señalando el horizonte
más allá
de las sierras y del monte.
Allí está,
sobre el bronce perpetuado
su mirar
y su gesto de soldado.
Allí está,
para ejemplo de la tierra,
vencedor
en las lides de la guerra
y en la paz
despojado de ambiciones
el que dio
libertad a tres naciones.


San Martín
Celia Romero

De la nada, sin recursos, 
recién llegado de España… 
desconfiando de él, muchos, 
comenzó a gestar su hazaña. 

A valientes voluntarios 
con rigor disciplinó, 
enseñó lo que sabía 
al Regimiento que creó. 

Granaderos a Caballo 
estrenados en San Lorenzo, 
ganaron su primer combate 
liberando nuestro suelo. 

Demostró allí San Martín 
cualidades de estratega: 
pelear, pelean todos, 
pero no gana cualquiera. 

El plan definitivo, entonces, 
para liberar América, 
surgió claro en la mente 
de este genio de la guerra. 

Formar un gran ejército 
para Los Andes cruzar; 
vencer allí a los realistas 
y rumbo a Perú avanzar. 

La cordillera cruzaron 
llegando a suelo chileno: 
llevaban la libertad, 
los gloriosos granaderos. 

El camino fue difícil, 
llevaban muchos pertrechos, 
el relieve y el frío no pudieron 
frenar a los granaderos. 

Ni Chile ni Perú vieron 
alardes de conquistador, 
fueron a liberar pueblos, 
no había otra intención. 

No hay audacia más grande 
concretada hasta hoy: 
la historia se lo reconoce 
a nuestro Gran Libertador.